jueves, 25 de octubre de 2012

LA ALEGORÍA DEL CARRUAJE

Un día de octubre, una voz familiar en el teléfono me dice:
—Salí a la calle que hay un regalo para vos.

Entusiasmado, salgo a la vereda y me encuentro con el regalo. Es un precioso carruaje estacionado justo justo frente a la puerta de mi casa. Es de madera de nogal lustrada, tiene herrajes de bronce y lámparas de cerámica blanca, todo muy fino, muy elegante, muy “chic”. Abro la portezuela de la cabina y subo. Un gran asiento semicircular forrado en pana bordó y unos visillos de encaje blanco le dan un toque de realeza al cubículo. Me siento y me doy cuenta que todo está diseñado exclusivamente para mí, está calculado el largo de las piernas, el ancho del asiento, la altura del techo... todo es muy cómodo, y no hay lugar para nadie más.

Entonces miro por la ventana y veo “el paisaje”: de un lado el frente de mi casa, del otro el frente de la casa de mi vecino... y digo: “¡Qué bárbaro este regalo! Qué bien, qué lindo...” Y me quedo un rato disfrutando de esa sensación.

Al rato empiezo a aburrirme; lo que se ve por la ventana es siempre lo mismo.

Me pregunto: “¿Cuánto tiempo uno puede ver las mismas cosas?” Y empiezo a convencerme de que el regalo que me hicieron no sirve para nada.

De eso me ando quejando en voz alta cuando pasa mi vecino que me dice, como adivinándome:

—¿No te das cuenta que a este carruaje le falta algo?

Yo pongo cara de qué-le-falta mientras miro las alfombras y los tapizados.

—Le faltan los caballos —me dice antes que llegue a preguntarle.

Por eso veo siempre lo mismo —pienso—, por eso me parece aburrido...

—Cierto —digo yo.

Entonces voy hasta el corralón de la estación y le ato dos caballos al carruaje. Me subo otra vez y desde adentro grito:

—¡¡Eaaaaa!!

El paisaje se vuelve maravilloso, extraordinario, cambia permanentemente y eso me sorprende.

Sin embargo, al poco tiempo empiezo a sentir cierta vibración en el carruaje y a ver el comienzo de una rajadura en uno de los laterales.

Son los caballos que me conducen por caminos terribles; agarran todos los pozos, se suben a las veredas, me llevan por barrios peligrosos.

Me doy cuenta que yo no tengo ningún control de nada; los caballos me arrastran a donde ellos quieren.

Al principio, ese derrotero era muy lindo, pero al final siento que es muy peligroso.

Comienzo a asustarme y a darme cuenta que esto tampoco sirve.

En ese momento, veo a mi vecino que pasa por ahí cerca, en su auto. Lo insulto:

—¡Qué me hizo!

Me grita:

—¡Te falta el cochero!
—¡Ah! —digo yo.

Con gran dificultad y con su ayuda, sofreno los caballos y decido contratar a un cochero. A los pocos días asume funciones. Es un hombre formal y circunspecto con cara de poco humor y mucho conocimiento.

Me parece que ahora sí estoy preparado para disfrutar verdaderamente del regalo que me hicieron.

Me subo, me acomodo, asomo la cabeza y le indico al cochero adónde quiero ir.

Él conduce, él controla la situación, él decide la velocidad adecuada y elige la mejor ruta.

Yo... Yo disfruto del viaje.

Jorge Bucay
El Camino de la Autodependencia.

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