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miércoles, 10 de marzo de 2021

SOÑARES


Al fin de sus días, la abuela Raquel estaba ciega. Pero en el sueño de Helena, la abuela veía.

En el sueño, la abuela no tenía un montón de años, ni era un puñado de cansados huesitos: ella era nueva, era una niña de cuatro años que estaba culminando la travesía de la mar desde la remota Besarabia, era una inmigrante entre muchos inmigrantes. La abuela pedía a Helena que la alzara, en la cubierta del barco, porque el barco estaba llegando y ella quería ver el puerto de Buenos Aires. Y en brazos de Helena, veía.

Y después la abuela le decía que quería ver a sus queridos de toda la vida, y Helena se la llevaba volando y la abuela los veía, uno por uno veía a los bienamados:

—¡Tanto tiempo sin verte! —gritaba la abuela, en plena volandería.

Y después de tanto ver, la abuela quiso verse:

—Quiero verme —pidió—. Quiero verme como yo era antes. Y en el sueño de Helena, Helena quiso, pero no pudo.



Tomado de:
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
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sábado, 30 de enero de 2021

EL JUGADOR


Aquél no era un domingo cualquiera del año 67. Era un domingo de clásico. El club Santafé definía el campeonato contra el Millonarios, y toda la ciudad de Bogotá estaba en las tribunas del estadio. Fuera del estadio, no había nadie que no fuera paralítico o ciego.

Ya el partido estaba terminando en empate, cuando en el minuto 88 un delantero del Santafé, Omar Lorenzo Devanni, cayó en el área, y el arbitro pitó penal. Devanni se levantó, perplejo: aquello era un error, nadie lo había tocado, él había caído porque había tropezado.

Los jugadores del Santafé llevaron a Devanni en andas hasta el tiro penal. Entre los tres palos, palos de horca, el arquero aguardaba la ejecución. El estadio rugía, se venía abajo.

Y entonces Devanni colocó la pelota sobre el punto blanco, tomó impulso y con todas sus fuerzas disparó muy afuera, bien lejos del arco.



Tomado de:
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet

martes, 26 de enero de 2021

LA PUERTA


A Carlos, que después de esta historia, ya en plena democracia, volvió a prisión por el delito de ser periodista.

En una barraca, por pura casualidad, Carlos Fasano encontró la puerta de la celda donde había estado preso

Durante la dictadura militar uruguaya, él había pasado seis años conversando con un ratón y con esa puerta de la celda número 282. El ratón se escabullía y volvía cuando quería, pero la puerta estaba siempre. Carlos la conocía mejor que la palma de su mano. No bien la vio, reconoció los tajos que él había cavado con la cuchara, y las manchas, las viejas manchas de la madera, que eran los mapas de los países secretos adonde él había viajado a lo largo de cada día de encierro.

Esa puerta y las puertas de todas las otras celdas fueron a parar a la barraca que las compró, cuando la cárcel se convirtió en shopping center. El centro de reclusión pasó a ser un centro de consumo y ya sus prisiones no encerraban gente, sino trajes de Armani, perfumes de Dior y videos de Panasonic.

Cuando Carlos descubrió su puerta, decidió quedársela. Pero las puertas de las celdas se habían puesto de moda en Punta del Este, y el dueño de la barraca exigió un precio imposible. Carlos regateó y regateó hasta que por fin, con la ayuda de algunos amigos, pudo pagarla. Y con la ayuda de otros amigos, pudo llevarla: más de un musculoso fue necesario para acarrear aquella mole de madera y hierro, invulnerable a los años y a las fugas, hasta la casa de Carlos, en las quebradas de Cuchilla Pereira.

Allí se alza, ahora, la puerta. Está clavada en lo alto de una loma verde, rodeada de verderías, de cara al sol. Cada mañana el sol ilumina la puerta, y en la puerta el cartel que dice: Prohibido cerrar.



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Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
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lunes, 26 de octubre de 2020

PARA LA CÁTEDRA DE LITERATURA


No hacía mucho que había estrenado los pantalones largos, cuando recibí mi primera lección en el oficio del buen decir, por hablado o por escrito. 

Una noche, no recuerdo el dónde ni el porqué, fui invitado a un banquete. Recuerdo que me sentía perdido entre tantos señores respetables, mucha ceremonia, poca comida, y recuerdo que cuando yo ya había devorado el postre escuálido y estaba raspando el plato, escuché un tintineo de cucharitas. Entonces, en la cabecera de la mesa, un caballero se alzó, anunció: 

—Seré breve, y derramó su verba sobre todos nosotros. Y transcurrieron los minutos, y transcurrieron los años, mientras caían las cataratas de gorda prosa. El café se enfriaba, cabeceaban la cabezas, algunos ojos se cerraban y otros ojos se desorbitaban de pánico. No había quién pudiera detener al peligroso dueño de la palabra. Ni él podía. Jadeaba el orador en busca del punto final: no iba a encontrarlo, era evidente, jamás. Pero el perseguidor del punto no tenía más remedio que continuar su cacería. Y el punto huía. Cada vez que él estaba a punto de atrapar el punto, el punto pegaba un salto, salto de pulga, y se iba. 

Cuarenta años antes, muy lejos de la ciudad de Montevideo, Isaak Babel había escrito: 

—Ningún acero penetra tanto el pecho como un punto puesto a tiempo.



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Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
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lunes, 2 de marzo de 2020

EL CRISTITO


Dormía poco o nada la Niña María. La luz primera de cada día recortaba las montañas y ya la Niña María estaba clavada de rodillas, susurrando rezos ante el altar. 

En el centro del altar reinaba un pequeño Cristo moreno. El Cristito tenía pelo de gente, pelo negro de la gente del lugar. Milagros casi no hacía, poca cosa, algún milagro que otro, muy de vez en cuando, para no perder la mano, pero los lugareños frecuentaban mucho a ese hijo de Dios que tanto se les parecía, y él aliviaba a los lastimados, consolaba a los solos y escuchaba a los pesados. A él acudían los latosos más aburridores del valle de Conlara y de sus inmediaciones, y el Cristito les aguantaba el quejerío con cristiana paciencia. 

La Niña María vivía a la mala, se la comía la mugre, pero ella bañaba al Cristito con agua de manantial, lo cubría con las flores del valle y le encendía las velas que lo rodeaban. Ella nunca se había casado. En sus años mozos, se había hecho cargo de sus dos hermanos sordomudos. Después, había consagrado su vida al Cristito. Pasaba los días cuidándole la casa, y por las noches le velaba el sueño. 

A cambio de tanto, ella nunca había pedido nada. 

A los ciento tres años de su edad, pidió. 

Quiere vivir ­opinaron algunos. 

Quiere morir ­aseguraron otros. 

La Niña María nunca dijo el favor, pero contó la promesa: 

Si el Cristito me cumple ­dijo­, lo tiño de rubio.




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Eduardo Galeano
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miércoles, 12 de febrero de 2020

LAS CARTAS


Juan Ramón Jiménez abrió el sobre en su cama del sanatorio, en las afueras de Madrid. Miró la carta, admiró la fotografía. Gracias a sus poemas, ya no estoy sola. Cuánto he pensado en usted!, confesaba Georgina Hübner, la desconocida admiradora que le escribía desde lejos. Olía a rosas el papel rosado de aquella primera misiva, y estaba pintada de rosáceas anilinas la foto de la dama que sonreía, hamacándose, en el rosedal de Lima. 

El poeta contestó. Y algún tiempo después, el barco trajo a España una nueva carta de Georgina. Ella le reprochaba su tono tan ceremonioso. Y viajó al Perú la disculpa de Juan Ramón, perdone usted si le he sonado formal y créame si acuso a mi enemiga timidez, y así se fueron sucediendo las cartas que lentamente navegaban entre el norte y el sur, entre el poeta enfermo y su lectora apasionada. Cuando Juan Ramón fue dado de alta, y regresó a su casa de Andalucía, lo primero que hizo fue enviar a Georgina el emocionado testimonio de su gratitud, y ella contestó palabras que le hicieron temblar la mano. 

Las cartas de Georgina eran obra colectiva. Un grupo de amigos las escribía desde una taberna de Lima. Ellos habían inventado todo: la foto, las cartas, el nombre, la delicada caligrafía. Cada vez que llegaba carta de Juan Ramón, los amigos se reunían, discutían la respuesta y ponían manos a la obra. Pero con el paso del tiempo, carta va, carta viene, las cosas fueron cambiando. Ellos proyectaban una carta y terminaban escribiendo otra, mucho más libre y volandera, quizá dictada por esa mujer que era hija de todos ellos, pero no se parecía a ninguno y a ninguno obedecía. 

Entonces llegó el mensaje que anunciaba el viaje de Juan Ramón. El poeta se embarcaba hacia Lima, hacia la mujer que le había devuelto la salud y la alegría. Los amigos se reunieron de urgencia. ¿Qué podían hacer? ¿Confesar la verdad? ¿Pedir disculpas? ¿De qué serviría tamaña crueldad? Mucho debatieron el asunto. En la madrugada, al cabo de algunas botellas y de muchos cigarros, tomaron una decisión. Era una decisión desesperada, pero no había otra. Y sellaron el acuerdo: en silencio, encendieron una vela y soplaron todos a la vez. 

Al día siguiente, el cónsul del Perú en Andalucía golpeó a la puerta de Juan Ramón, en los olivares de Moguer. El cónsul había recibido un telegrama de Lima:­ Georgina Hübner ha muerto.



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Eduardo Galeano
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martes, 26 de noviembre de 2019

EL CARPINTERO


Orlando Goicoechea reconoce las maderas por el olor, de qué arboles vienen, qué edad tienen, y oliéndolas sabe si fueron cortadas a tiempo o a destiempo y les adivina los posibles contratiempos. 

El es carpintero desde que hacía sus propios juguetes en la azotea de su casa del barrio de Cayo Hueso. Nunca tuvo máquinas ni ayudantes. A mano hace todo lo que hace, y de su mano nacen los mejores muebles de La Habana: mesas para comer celebrando, camas y sillas que te da pena levantarte, armarios donde a la ropa le gusta quedarse. 

Orlando trabaja desde el amanecer. Y cuando el sol se va de la azotea, se encierra y enciende el video. Al cabo de tantos años de trabajo, Orlando se ha dado el lujo de comprarse un video, y ve una película tras otra. 

No sabía que eras loco por el cine ­le dice un vecino. 

Y Orlando le explica que no, que a él el cine ni le va ni le viene, pero gracias al video puede detener las películas para estudiar los muebles.




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Eduardo Galeano
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jueves, 14 de noviembre de 2019

EL ANDANTE


En la frontera, en Rivera, lo conocí. El estaba llegando o estaba yéndose, que eso nunca se sabía. 

Tampoco se sabía la edad. Mientras nos bajábamos una botella de vino tinto, me confesó noventa años. Algún añito se sacaba, puede ser. Félix Peyrallo Carbajal no tenía documentos: ­Nunca tuve. Por no perderlos ­me dijo, mientras encendía un cigarrillo y echaba unos aritos de humo. 

Sin documentos, y sin más ropa que la que llevaba puesta, había andado de país en país, de pueblo en pueblo, todo a lo largo del siglo y todo a lo ancho del mundo. Don Félix iba dejando, a su paso, relojes de sol. Este raro uruguayo que no era jubilado ni quería serlo, vivía de eso: hacía cuadrantes, relojes sin máquinas, y los ofrecía a las plazas de los pueblos. No por medir el tiempo, costumbre que le parecía un agravio, sino por el puro gusto de revelar los movimientos de la tierra, que se menea como mujer, y por las ganas de adivinar los secretos del cielo. 

Allí, en Rivera, don Félix se estaba sintiendo muy bien, y eso lo tenía preocupado. Ya la tentación de quedarse le estaba dando la orden de irse: ­Lo nuevo, lo nuevo, lo nuevo! ­chilló, golpeteando la mesa con sus manos de niño. 

En esa ciudad, él estaba de paso. En todas partes estaba de paso. Don Félix siempre llegaba para partir. Venía de cien países y de doscientos relojes de sol, y se iba cuando se enamoraba, fugitivo del peligro de echar raíz en una mujer, en una casa o en una mesa de café. 

Para irse, prefería el amanecer. Cuando el sol estaba llegando, él se iba. No bien se abrían las puertas de la estación de autobuses o de trenes, don Félix echaba al mostrador los pocos billetes que había juntado, y mandaba: ­Hasta donde llegue. 




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Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
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lunes, 21 de octubre de 2019

CONTRATIEMPOS


Somos hijos de los días. Según los mayas, hemos sido fundados por el tiempo, desde que el tiempo creó a los dioses que nos crearon. Todos somos tierra encantada y todos somos tiempo, y de tiempo en tiempo andamos. El tiempo reina, y se burla: se burla de los pasatiempos que quieren matarlo, de las cirugías que quieren borrarlo, de las píldoras que quieren callarlo, de las máquinas que quieren medirlo y de la gente que quiere ganarlo. 

En las reuniones de San Andrés Larráinzar, los funcionarios del gobierno no han conseguido entender a los indígenas zapatistas. 

—Ya déjense de fastidiar con esta cosa del tiempo —dijo uno de los funcionarios. Y señalándose la muñeca, y señalando las muñecas de los indios, sentenció: 

—Nosotros usamos relojes japoneses, y ustedes también usan relojes japoneses. Para nosotros, son las nueve de la mañana. Para ustedes, también son las nueve de la mañana. 

Los indios sonrieron, y callaron.


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Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
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viernes, 11 de octubre de 2019

DESPUÉS


Fue asesinado en una cervecería de los suburbios. Un policía lo mató por error, o porque andaba con una guitarra y tenía el pelo largo y no sabía bajar la cabeza ante la autoridad. El policía lo agarró por el pelo, le metió el caño de la pistola en un ojo y disparó. 

Javier Rojas fue enterrado en Buenos Aires. Y mientras en Buenos Aires se abría la tierra para recibirlo, muy lejos de allí, en Antofagasta, tembló la tierra donde Javier había nacido. Un maremoto, venido muy del fondo de las aguas, sacudió violentamente aquellas costas mientras el entierro ocurría. Y Gabriela, la hermana de Javier, pensó que Dios no existe, pero los dioses sí. 

Desde la noche que murió Javier, Gabriela perdió el olfato. Dejó de sentir el olor de las plantas, que habla por ellas, y el olor de las pieles, que revela a la gente, y el olor de los libros viejos, que es el olor del tiempo en que fueron leídos. 

Ayelén, la hija de Gabriela, supo de la muerte del tío y lloró hasta vaciarse. Después conversó el asunto con su mejor amiga, una pajarita invisible que duerme arriba del ropero y se llama Bocasucia, por su tendencia a las malas palabras. Y tras mucho charlar con la pajarita. Ayelén preguntó a su abuela: 

—Si Javier no está, ¿dónde está? 

—En el cielo— dijo la abuela. 

Y la niña quiso saber: 

—Y en el cielo, ¿hay policías?



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Eduardo Galeano
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viernes, 27 de septiembre de 2019

LA CIUDAD DE LAS PALABRAS


Las casillas de correos de Montevideo están allí desde los viejos tiempos, hechas de bronce con adornitos, pegadas unas a otras entre el suelo y el techo. 

Yo voy en las tardes. Y cada vez que voy, antes de abrir mi casilla me detengo, llave en mano, y paro la oreja. Las casillas forman una ciudad de las palabras, y yo escucho. 

Allí hay cartas de mucha gente, dirigidas a mucha gente desde todos los lugares del mapa del mundo. Las cartas, que no pueden estarse calladas, hablan todas a la vez. Yo no entiendo lo que dicen, pero juego a que les adivino las voces: las cartas ríen, suspiran, gimen, rezongan, silban, cantan, todas locas de ganas de ser abiertas y leídas.


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Eduardo Galeano
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domingo, 22 de septiembre de 2019

COMUNIÓN


Al toque de diana, se levantaron todos. 

Nadie había pegado los ojos en aquel inmenso barracón. Los presos habían estado de plantón hasta la madrugada, después de una jornada de palizas y amenazas de fusilamiento, y corrían rumores de exterminio. 

Un preso recién llegado de Montevideo, que todavía no había perdido la cuenta del almanaque, informó: 

—Hoy es domingo de Pascua. 

Los cristianos se pasaron la voz. Había que celebrar. Estaba prohibido juntarse, no se permitía ninguna clase de reunión, fuese para lo que fuese, y en carne propia los presos habían aprendido que la prohibición no era ningún chiste. Pero había que hacerlo. 

Los demás presos, los que no eran cristianos, ayudaron. Algunos, sentados en las cuchetas, vigilaban las puertas de rejas. Otros formaron un anillo de gente que iba y venía, caminando como al descuido, alrededor de los celebrantes. Y al centro, ocurrió la ceremonia. 

Miguel Brun susurró algunas palabras. Evocó la resurrección de Jesús, que anunciaba la redención de todos los cautivos. Jesús había sido perseguido, encarcelado, atormentado y asesinado, pero un domingo como éste había hecho crujir los muros, y los había volteado, para que toda prisión tuviera libertad y toda soledad tuviera encuentro. 

En el barracón, no había nada. Ni pan, ni vino, ni vasos siquiera. Fue la comunión de las manos vacías. Miguel ofreció al que se había ofrecido: 

—Comamos —susurró—. Este es su cuerpo. 

Y los cristianos se llevaron la mano a la boca, y comieron el pan invisible. 

—Bebamos. Esta es su sangre. 

Y alzaron la ninguna copa, y bebieron el vino invisible. 

Después, se abrazaron.




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domingo, 8 de septiembre de 2019

LA CITA


Había otra gente que le daba limosna, pero Bud era el único que le escuchaba las letanías, y cabeceando asentía con santa paciencia mientras ella se quejaba de los achaques del cuerpo y las maldades del mundo. 

Aquel viernes, Bud estaba sentado al borde de la acera. Estaba descalzo, envuelto en una sábana blanca de rayas azules. La vieja se sentó al lado, envuelta en sí misma. Ambos miraban el suelo. Bud dijo: 

—Estoy muy cansado. 

—Yo también —dijo la vieja, pero por primera vez se quedó calladita la boca. Cuando Bud le preguntó cómo andaban sus llagas, ella cerró los ojos, como para tomar impulso: cuando los abrió, él ya no estaba allí. 

Entonces la mendiga llamó a la puerta de la casa de Bud: 

—¿El está aquí? 

Y supo que Bud había muerto el sábado pasado, y que lo habían enterrado descalzo, envuelto en una sábana blanca de rayas azules.





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Eduardo Galeano
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sábado, 31 de agosto de 2019

EL NARRADOR


Eran tiempos de exilio. Héctor Tizón andaba con la raíces al aire, y las raíces le ardían como nervios sin piel. 

Alguien le había recomendado un psicoanálisis, pero el psicoanalista y él pasaban mudos la eternidad de cada sesión. El paciente, tumbado en el diván, no abría la boca, por ser de naturaleza enroscado y por creer que su biografía carecía de importancia. Y también estaba callado el terapeuta, y en blanco, siempre en blanco, estaban las páginas del cuaderno que yacía sobre sus rodillas. Al cabo de los cuarenta minutos, el psicoanalista suspiraba: 

—Bueno. Ya es hora. 

A Héctor le daba pena el buen hombre, y él mismo se daba pena: aquel tormento, peor que el exilio, le estaba destrozando los nervios, y encima pagaba por padecerlo. 

Un buen día decidió que las cosas no podían seguir así. Desde entonces, a media mañana, mientras el tren lo llevaba desde Cercedilla hacia Madrid, Héctor iba inventando buenas historias para contar. Y apenas se echaba en el diván, se montaba en el arcoiris y disparaba cuentos de montañas embrujadas, héroes endiablados, sirenas que llaman a los hombres desde el fondo de los ríos y fantasmas que hacen casa en la alta niebla. 

El psicoanalista tenía más ganas de aplaudirlo que de interpretarlo.




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miércoles, 21 de agosto de 2019

LA NARRADORA


Caminando por el parque del Retiro, aquella mañana, Chiti Hernández Martí se sentía limpia de toda pena, propia o ajena, y se sentía alegre de la mejor alegría, que es ésa que no tiene motivo ni necesita explicarse; alegre porque sí, por todo y por nada. 

Chiti se sentó en un banco, bajo la fronda, respiró hondo el aire verde, cerró los ojos. Cuando los abrió, a su lado había un enano. 

El enano se presentó: era torero. Ella imaginó el tamaño del toro y se le encogió el alma y se le frunció la cara. 

—Te ves muy triste —dijo el enano, y pidió, exigió: 

—Cuéntame. 

Ella negó con la cabeza, pero el enano insistió: 

—No seas desconfiada, Blanca Nieves. 

Y Chiti murmuró el primer nombre de hombre que se le pasó por la cabeza, mientras pensaba en lo dura que debía ser la vida de un enano torero. Y por no defraudarlo inventó que el muy golfo se ha aprovechado de mí, y a partir de entonces ya no pudo detenerse. A medida que la historia iba creciendo, este perdulario me golpea, me maltrata, me llama puta y pocacosa, Chiti sentía cada vez menos pena por el enano y más pena por ella, pena y lástima por ella, que para entonces ya estaba embarazada de aquel embustero casado y con hijos, cómo pude hacerle eso a mi novio que es tan bueno, él no se merecía eso, y Chiti temblaba de frío en pleno verano, ahora me han echado del trabajo, no sé qué será de mi vida, no conozco esta ciudad, no tengo a nadie, me cierran la puerta. 

El enano, abrumado, ya intentaba consolarla y se miraba los pies, que colgaban en el aire, mientras los arroyitos de las lágrimas, lágrimas de verdad, atravesaban el parque hacia el lago donde navegan los barcos de remo.




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lunes, 5 de agosto de 2019

EL ESPEJO


Pedro García Dobles siempre tuvo planes de fuga, pero a los dos años de edad vivía con los padres, Aurelia y Alex, en su casa de San Isidro de Heredia, y parecía conforme con la situación. 

Una mañana, Aurelia lo alzó en brazos ante el espejo. Señalando su propia imagen, ella dijo: 

—Mamá. 

Y señalando la imagen de él, dijo: 

—Pedro. 

A Pedro le interesó el asunto: 

—¿Entramos? 

Aurelia llamó al espejo, toc-toc, con los nudillos. Y nada. Entonces Pedro intentó meterse, y comprobó, triste: 

—Tá cerrado



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jueves, 18 de julio de 2019

LA MÚSICA


Era un mago del arpa. En los llanos de Colombia no había fiesta sin él. Para que la fiesta fuera fiesta, Mesé Figueredo tenía que estar allí, con sus dedos bailanderos que alegraban los aires y alborotaban las piernas. 

Una noche, en algún sendero perdido, lo asaltaron los ladrones. Iba Mesé Figueredo camino a una boda, a lomo de mula, en una mula él, en la otra el arpa, cuando unos ladrones se le echaron encima y lo molieron a golpes. 

Al día siguiente alguien lo encontró. Estaba tirado en el camino, un trapo sucio de barro y sangre, más muerto que vivo. Y entonces aquella piltrafa dijo, con un resto de voz: 

—Se llevaron las mulas. 

Y dijo: 

—Y se llevaron el arpa. 

Y tomó aliento y se rió: 

—Pero no se llevaron la música.



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jueves, 4 de julio de 2019

ELOGIO DE LA PRENSA


Alberto Villagra era un glotón del diario. A la hora del desayuno, las noticias, recién salidas del horno, le crujían en las manos. 

Una mañana, juró: 

—Alguna vez voy a leer el diario arriba de un elefante. 

Y juntó dinero hasta que pudo viajar a la India y se sacó las ganas. No consiguió desayunar a lomo de elefante, pero pudo leer un diario de Bombay sin caerse de allá arriba. 

Helena, la hija, también es diariómana. El primer café no tiene aroma, sabor ni sentido si no ha llegado acompañado por el diario del día. Y si el diario no está, de inmediato aparecen los primeros síntomas, temblores, mareos, tartamudeos, del síndrome de abstinencia. 

El testamento de Helena pide que no le lleven flores a la tumba: 

—Llévenme el diario —pide.



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lunes, 15 de abril de 2019

NOTICIAS


En 1994, en Laguna Beach, al sur de California, un ciervo irrumpió desde los bosques. El ciervo galopó por las calles, golpeado por los automóviles, saltó una cerca y atravesó la ventana de una cocina, rompió otra ventana y se arrojó desde un segundo piso, invadió un hotel y pasó como ráfaga, rojo de su sangre, ante los atónitos comensales de los restoranes de la costa. Entonces se metió en la mar. Los policías lo atraparon en el agua y con cuerdas lo arrastraron hasta la playa, donde sangrando murió. 

—Estaba loco —explicaron los policías. 

Un año después, en San Diego, también al sur de California, un veterano de guerra robó un tanque del arsenal. Montado en el tanque aplastó cuarenta automóviles y rompió algunos puentes y embistió cuanta cosa encontró, mientras lo perseguían los patrulleros policiales. Cuando se atascó en un repecho, los policías se arrojaron sobre el tanque, abrieron la escotilla y cocinaron a tiros al hombre que había sido soldado. Los televidentes presenciaron, en vivo y en directo, el espectáculo completo. 

—Estaba loco —explicaron los policías.



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jueves, 28 de marzo de 2019

LA BOTELLA


En la mañana de su desdicha, Jorge Pérez se echó a caminar. Caminó sin saber por qué, sin saber a dónde, obedeciendo a sus piernas, que estaban más vivas que él y se movían sin consultarlo. 

Aquella mañana, Jorge se había quedado sin trabajo. En un santiamén, y sin explicaciones, había sido echado de su empleo de muchos años en la refinería de petróleo. Y al llegar a casa había recibido carta de su único hijo, que era toda la familia que le quedaba. El hijo le decía que se sentía de lo más bien navegando en alta mar y no pensaba volver. 

Sin nada, sin nadie, Jorge se echó a caminar a la hora en que nada ni nadie hace sombra en el mundo. Bajo el sol vertical, las piernas lo fueron llevando a lo largo de la costa sur de Puerto Rosales. Y por allí andaba, mirando sin ver, cuando le golpeó los ojos el fulgor de una botella atrapada entre los juncos. Jorge se agachó en el barro y la recogió. Era una botella de vino, pero no era vino lo que tenía adentro. En la botella, cerrada con tapón y lacre, había papeles. No hay dos sin tres, temió Jorge, pero más pudo la curiosidad. Rompió el pico contra una piedra y encontró unos dibujos, algo borroneados por el agua que se había filtrado. Eran dibujos de soles y gaviotas, soles que volaban, gaviotas que brillaban. También había una carta, que había venido desde Bahía Blanca navegando por el mar y estaba dirigida a quien encuentre este mensaje: 

Hola, soy Martín. Yo tengo ocho anios. A mí me gustan los nioqis, los huebos fritos y el color berde. A mí me gusta dibujar. Yo busco un amigo por los caminos del agua.



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